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domingo, 29 de septiembre de 2013

TE QUIERO, PERO NO SÉ DECÍRTELO.


Una tarde cualquiera, un hombre de unos 40 años convivía con su hijo en el parque, y mientras tomaban un descanso, el papá le compró un helado a su pequeño, quien con una enorme sonrisa le dijo un simple pero sincero “Te quiero, Pá”. El hombre sonrío y correspondió a esa confesión con un “Te quiero, también”. De pronto, el pequeño cuestionó a su papá con una pregunta que le sacudió severamente:

-Pa ¿por qué el Abuelo y Tú nunca se dicen “Te quiero”?

En la búsqueda de una buena respuesta, aquél hombre llevó su memoria a un recorrido de algunos años atrás, cuando de regreso a la casa paterna por una fiesta familiar, después de haber salido del hogar, volvió y fue recibido por su padre con una chamarra especial, de cuero, una que había deseado por mucho tiempo. Al recibir aquel presente, sin dudarlo abrazó a aquel hombre diciéndole “Te quiero, Papá”. Inmediatamente, el papá se separó del muchacho, y como si se tratara de una telaraña enredada, se sacudió mientras gritaba enfadado “Déjese de mariconerías, no es pa´ tanto, no más es una chamarra”. Y aquella reacción no era por falta de amor, sino porque en la vieja usanza en la que fueron forjados los hombres que hoy son abuelos, llorar y decir a otro hombre “te quiero” los colocaba en una postura que comprometía su buen nombre, su masculinidad y su rudeza. Por ello cambiaron palabras por acciones.

-Sí nos lo decimos, sólo que no siempre es con palabras, a veces es complicado- respondió por fin el hombre a su hijo

-¿Por qué? ¿Qué tan complicado es decir “Te quiero”?

-Para algunos hombres como tu abuelo, decir “Te quiero” es lo más complicado del mundo.

-Pues uno de estos días habrá que sentarse con él a practicar- concluyó el pequeño.





Las brechas generacionales son enormes cañones que distancian a padres e hijos; se supone que el padre siempre tenga la razón, pero cuando los hijos crecen y forjan su propia opinión y su manera de vivir, pareciera que el idioma es diferente, y lo que media es el silencio. Un silencio cargado de mil palabras que no se pueden articular ante el temor de parecer débil, frágil o errático, características que a decir de la vieja escuela, un papá jamás debe tener.


 








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