No. No es un asunto macabro. En
realidad es una festividad que conjuga en sí misma la nostalgia de las despedidas,
de esas partidas que no pueden evitarse ni postergarse porque cada cual tiene
su propia cita con el más misterioso de los encuentros: la muerte. Pero también
la alegría de una fiesta, de un breve encuentro con las almas de los ausentes,
quienes por un día en el año tienen la ocasión de visitar a sus dolientes,
compartir el pan, la bebida y la alegría de vida desde su propia dimensión.
Y es que cuando alguien fallece
deja un hueco en el escenario cotidiano, en el corazón de la gente que le amaba
y en la memoria de sus seres queridos se vuelve una fotografía en sepia. No
queda más que el consuelo de que algún día, más tarde o más temprano, a cada
uno le llegará su hora. Ciertamente la vida continua, el mundo sigue su curso,
pero en nuestras tradiciones el tiempo se detiene y abre un espacio de
convivencia, de encuentros y caricias de alma con alma, los “te quiero”, los
“te extraño” y los “estoy bien, pero quería verte” tienen en esta fecha, 1 y 2
de noviembre, su momento.
Es un momento que vale la pena
usar para recordar las cosas compartidas, las lecciones aprendidas y aquello
que se disfrutó, como las fotos del alma y que serán las que nos llevemos
cuando nos toque partir. Es la ocasión para reflexionar sobre la propia vida,
porque hay que estar conscientes que un día verá su fin y vale la pena meditar
si se ha hecho lo que se quiere, si al final del camino nos reconoceremos en la
senda que trazamos y cómo seremos recordados. El legado que dejamos para los
que nos siguen y si hemos sembrado en el corazón de otros suficientes semillas
de amor como para que florezcan una vez que de nosotros, solo queden recuerdos,
fotos y anécdotas.
Honremos la memoria de los
muertos, nuestros muertos, viviendo, compartiendo y haciendo que la fiesta de
vivir sea realmente intensa y feliz. Y que por estos días la nostalgia nos
lleve a sonreír.
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